Viajeros de Mundo Conocido


Este blog pretende poner al seguidor de El Heredero de los Seis Reinos en contacto con los personajes, territorios, historias y tramas que envuelven esta saga de fantasía. Con una periodicidad semanal se subirán relatos y leyendas que tendrán como protagonistas a personajes y hechos que irán apareciendo en las novelas de forma secundaria. Sin duda, el blog Historias de los Seis Reinos será siempre un punto de referencia al que acudir.

lunes, 28 de octubre de 2013

Relato nº 37 La lucha de los osos de acero




El frío penetraba entre las pieles que cubrían a los guerreros haciendo que sus musculosos cuerpos temblaran al compás que marcaban las ráfagas del viento helado que descendía desde las cumbres más elevadas de las Montañas de los Espejos. Shuriaj, caudillo del clan  Hásphid, se mantenía en pie al frente de sus hombres, inmóvil, pétreo, como si la fuerte ventisca no le afectara. Agarraba el mango de su hacha con las dos manos y llevaba sobre sus vestimentas una coraza de bronce bruñido que  le confería una apariencia destructora y letal. Su ansia de poder le había llevado a desafiar al clan supremo, los Nuntárak, para hacerse con el control de Kalandrya. Frente a él se situaba Rhijel, señor del reino blanco. Cientos de hombres se agolpaban a su espalda, dispuestos a derramar hasta la última gota de sangre por su líder, su honor  y la defensa de sus tierras. El líder de los Nuntárak retó con la mirada a su oponente. Los ojos de Shuriaj rebosaban ira y Rhijel sabía que no cesaría en su empeño de hacerse con el sillón de Mummarik, aunque para ello tuviera que sacrificar la vida de todos los hombres de su clan. El señor de Kalandrya contempló a los cientos de valerosos guerreros de ambos bandos. Luchadores de noble corazón que compartían en sus venas la misma sangre forjada en las nieves perpetuas durante siglos. No podía permitir una masacre como la que estaba a punto de suceder.
            Shuriaj!-, gritó Rhijel. -Decidamos la disputa entre tú y yo en una lucha a muerte. Que sean los espíritus del viento los que decidan quién debe gobernar Kalandrya.
            -¿Si te mato, tus hombres me dejarán el camino libre hasta la Ciudad de los Cristales?-, preguntó el caudillo del clan Hásphid.
            -Si acabas conmigo, te doy mi palabra de que nadie se opondrá a que seas investido como nuevo señor de todo nuestro territorio-, aseguró Rhijel.
            -Entonces será un placer partirte en dos mitades-, sentenció Shuriaj.



            La ventisca arreció cuando los dos líderes se adelantaron, dejando atrás la protección de sus guerreros. Iban armados con dos imponentes hachas que no podrían ser levantadas por muchos de los hombres que habitan otros reinos de Mundo Conocido. Sus pies, recubiertos por botas hechas de cuero y pieles de oso, se hundían en la nieve a cada paso que daban. Al llegar uno frente al otro clavaron sus miradas en los ojos del adversario. Durante unos instantes pareció que el viento había dejado de soplar y el frío daba una tregua. Era como si el tiempo hubiera cejado en su transcurrir, expectante por ver qué iba a suceder a continuación. El grito encolerizado de Shuriaj rompió aquella quietud. Levantó su arma por encima de los hombros y la dejó caer con fuerza sobre Rhijel, que tuvo los reflejos suficientes para echarse a un lado y de un hachazo fulminante cortar la cabeza de su adversario.




            Los ojos de Shuriaj aún permanecían abiertos cuando su cabeza aterrizó sobre la nieve. Una mueca de horror se dibujaba en su rostro deformado que se iba amoratando a la velocidad con la que los lobos se abalanzan sobre su presa. Su cuerpo dio todavía unos pasos dejando un reguero de sangre sobre el manto blanco que cubría el suelo antes de caer. Ninguno de los presentes dijo nada. No hubo vítores para el ganador ni lamentos por el fallecido. Los guerreros del clan Hasphid bajaron sus armas, recogieron el cuerpo y la cabeza de su caudillo y se dieron media vuelta para volver a su territorio. Por su parte, Rhijel ordenó a los Nuntárak que hiciesen lo mismo. Nunca más se volvió a hablar de aquel triste suceso. Su memoria quedó enterrada bajo la nieve y su eco llevado lejos por la fuerte ventisca, que seguía soplando limpiando las huellas de un enfrentamiento que la codicia de un hombre originó y la cordura de otro evitó que se convirtiera en masacre.


Episodio correspondiente a la cronología de Kalandrya ocurrido en el año 328 del Segundo Comienzo.

lunes, 21 de octubre de 2013

Relato nº 36 El orgullo de ser padre



El ciclo solar superior había llegado y las grandes nevadas pronto caerían sobre el Valle de las tres D. Los kalandryanos llaman así a esta depresión del terreno, situada en el norte del reino blanco, porque en ella convergen tres ríos hermanos de cursos paralelos, el Dántar, el Dátarie y el Dáltarie. Los tres arroyos permanecen congelados durante la mayor parte del año y sólo durante algunas semanas del ciclo solar inferior dejan correr salvajes sus aguas cristalinas.
            Shimurt es un rudo y afable pastor de ovejas que vive con su mujer en una cabaña cercana al río Dántar.  Dedica su vida al cuidado de su rebaño, principal fuente de alimento y subsistencia de su familia. Tiene dos hijos que abandonaron hace tiempo el hogar familiar. Ambos ingresaron en la Guardia del Témpano y ahora son bravos guerreros al servicio de Kalandrya. A Shimurt le agrada sentarse al atardecer sobre una vieja mecedora en el porche de su cabaña y recordar la infancia de sus hijos y cómo les mostró el camino que los ha llevado a convertirse en quienes son. Desde que ingresaron en la Guardia, frecuentan en pocas ocasiones el hogar de sus padres. Al fornido ganadero no le molesta, ¡claro que les gustaría verlos más a menudo!, pero sabe que deben permanecer en sus cuarteles, siempre alerta, dispuestos a partir de inmediato para defender, si fuera necesario, al pueblo kalandryano.
            Dos semanas atrás sorprendieron a sus progenitores, asomando de improviso por la puerta de la cabaña. Su madre se abrazó a sus cuellos y por los espíritus del viento que Shimurt no podía separarla de sus hijos. Mientras la sonriente esposa preparaba un guiso, los tres hombres pasearon por la ribera del río Dántar. Sus dos enormes vakhalis los seguían de cerca, siempre atentos a los pasos de sus jinetes. Shimurt nunca se acostumbraría a la presencia de tan imponentes bestias. El pastor de ovejas suele imaginar a sus dos vástagos a lomos de sus felinas monturas desafiando peligros y combatiendo monstruos que sólo cobran vida en las odas y leyendas. Conocía bien a sus descendientes por lo que sabía que aquella visita no era de cortesía.


           
        -¿Qué ocurre?-, preguntó el ganadero.
   -Nada, ¿por qué lo preguntas, padre?-, dijo el mayor de sus hijos.
    -Porque vuestras caras reflejan la misma preocupación de cuando erais pequeños y acababais de hacer alguna trastada.
            Los tres hombres comenzaron a reír recordando algunas de las travesuras de cuando eran niños. Como aquella en la que dejaron abierta la barrera de uno de los cercados y más de cien ovejas salieron en estampida quedando atrapadas en la nieve, que había acumulado un espesor de más de tres pies. Shimurt tuvo que cogerlas en brazos una a una para volver a introducirlas en el corral.
               -No, en serio, ¿va todo bien?-, volvió a indagar el intranquilo padre.
            -Mañana partimos en dirección a los Montes Sima. El ejército utsuriano ha concentrado en la frontera un poderoso contingente de hombres y armas de asalto y nos han movilizado a toda la Guardia del Témpano. Esta información es secreta y el resto de nuestros hermanos de armas aún no la conoce. Escuché una conversación entre el jefe del clan Hasphid y un emisario llegado de la Ciudad de los Cristales. Partimos esta misma noche-, dijo uno de sus hijos.
            Shimurt caminaba con las manos en la espalda y la cabeza agachada. Sus botas se iban hundiendo en la nieve con cada una de sus pisadas. Tras unos instantes de reflexión se detuvo, alzó la mirada y dijo:
            -Defended a nuestro pueblo como ya habéis hecho en otras ocasiones y volved sanos y salvos. Los únicos que deben sentir miedo son los soldados del ejército de Utsuria por tener que enfrentarse a vosotros.
            Los tres se abrazaron en un empuje de virilidad que acabó con sus cuerpos revolcados por la nieve. El eco de sus risas resonó en todo el valle. Al regresar, Shimurt les pidió a sus hijos que no contaran nada de su misión a su madre. Tras degustar el exquisito potaje, los dos jóvenes se despidieron y se marcharon a lomos de sus vakhalis sin mirar atrás, como les había pedido su padre que hicieran.
            En el pórtico de la cabaña, sentado en una vieja mecedora, Shimurt observaba consternado como las siluetas de sus hijos se desvanecían antes de llegar a la ladera de las Montañas del Abismo. El rudo y afable pastor supo en ese instante que aquella sería la última vez que los vería con vida…


lunes, 14 de octubre de 2013

Relato nº 35 Una vida arrancada


Nací en el Bosque de Kryllir y en él he desarrollado toda mi existencia. Los de mi especie nunca hicimos ningún mal. Jamás provocamos o resolvimos contiendas, siempre observamos como testigos mudos las acciones que marcaban el destino de nuestro reino, Myrthya, la tierra de la luz y el color. Pero ya desde antes del Segundo Comienzo nos han perseguido, atrapado y matado sin piedad.
Con los dos de hoy ya son trece los camaradas caídos. Hermanos que crecieron junto a mí y que ahora veo cómo estrellan sus cuerpos contra el lecho de hojas que cubre el suelo. Apenas quedamos una docena en este bosque donde antes nos contaban por cientos.
Durante siglos hemos tenido que sobrevivir frente a los continuos ataques de nuestros vecinos. Aguantamos todo tipo de vejaciones. Miles de nosotros han perdido la vida bajo las llamas provocadas por la demencia de estos seres. Mires a donde mires, compruebas cómo subsisten gracias a lo que nos roban, a esas vidas que nos arrancan sin remordimiento alguno. Para ellos somos una simple materia, así nos llaman. Nos usan, nos utilizan y, cuando ya no pueden exprimirnos más, desechan nuestros restos y los carbonizan.
¿Y qué hacemos nosotros?
¿Acaso nos defendemos?
Todo lo contrario. Les damos cobijo. Les cedemos nuestros claros para que acampen. Nuestros ríos para que se refresquen. Les abrimos senderos para que nos crucen y espacios para que jueguen. Los protegemos de los rayos solares para que no sufran. Les ofrecemos tranquilidad, reposo, calma, paz…Naturaleza…Vida.
  

                  Ha llegado mi turno. Vienen a por mí.
                  Es irónico. Dicen sus libros que somos seres vivos…Y yo me pregunto:
                  - ¿Por qué no se nos trata como a tales?
                  - ¿Por qué?...
                  …

            Llegará el día en que los árboles aprenderán a caminar y entonces… entonces seremos nosotros los que escribamos la historia.






Historia narrada por bardos y aedos en las tabernas y mercados de Myrthya

lunes, 7 de octubre de 2013

Relato nº 34 El viejo pescador


Dos chicos cruzaron a la carrera el destartalado puente construido hacía cientos de años por nuestros antepasados sobre las aguas del Salartón. Uno de ellos pidió al amigo que acelerara o no llegarían a tiempo de ver al viejo Dúrdol realizar su célebre ritual de pesca. Pronto arribaron a la orilla del torrente y se unieron a otro numeroso grupo de niños que había allí sentados, observando entusiasmados una silueta que se hallaba en medio del cauce del río con el agua cubriéndole hasta la cintura.
            El viejo Dúrdol acudía cada mañana a pescar en aquel lugar, donde la corriente frena su agitada marcha y la profundidad no es tan considerable como en otros tramos. Cuando llegaba se anudaba su larga barba del color de las nubes de lluvia y se introducía en medio del río. Una vez allí cerraba los ojos y levantaba los brazos hacia el cielo como si esperara que del propio Dalurne le llegara la inspiración necesaria para conseguir una buena captura. Entonces abría los párpados y recitaba en alta voz algún tipo de estrofa en un lenguaje extraño, posiblemente inventado, mientras giraba sobre sí mismo, primero en una dirección y más tarde en la contraria. En el momento en que la insólita danza terminaba, desenfundaba su afilado cuchillo y miraba imperturbable las claras aguas del Salartón. No solía transcurrir mucho tiempo hasta que de un movimiento rápido, impropio y excepcional para alguien de su edad, hundía su brazo en el río y lo elevaba con un gran pescado clavado en él. Cuando ese momento llegaba, todos los niños apostados en la orilla comenzaban a gritar y a aplaudir frenéticos e ilusionados por los poderes asombrosos del anciano pescador. 


           

        Contemplé la escena desde lo alto del muro de contención junto al puente. Ver a aquellos muchachos vitorear las hazañas de Dúrdol me hizo recordar mi infancia. No habían pasado muchos años desde que yo también corría río abajo en busca de aquel extravagante pescador, que ya entonces era viejo. Junto con mis amigos saltábamos de júbilo con cada pez que su cuchillo atravesaba. Luego aguardábamos en la ribera el momento en que Dúrdol salía del agua y se sentaba con nosotros. Entonces nos contaba historias de monstruos que surcaban las aguas profundas del Mar de Myrthya y dragones que asolaban campos y poblados. Todos atendíamos embriagados aquellos cuentos y nos imaginábamos defendiendo nuestras casas, convertidos en poderosos guerreros. Casi siempre los relatos se prolongaban hasta la noche y era frecuente ver como los guardias del castillo recorrían la orilla del río buscándome.



            Es placentero poder regresar a ese pasado inocente y olvidarme por un instante que soy un príncipe de Myrthya del que todos demandan éxito en mi misión. Las miradas de los habitantes del reino del arco iris se clavan en mi rostro como dagas puntiagudas allá por donde camino. Mi padre me ordena que traiga la gloria a Myrthelaya y mis amigos me estimulan para que afronte aventuras que harían estremecerse al guerrero más audaz.
            Y yo… Yo solo quiero volver a ser aquel niño que corría inocente en busca de Dúrdol,  sin preocupaciones, sin inquietudes, sin imposiciones, capaz de sonreír porque un viejo pescador de larga barba levantaba los brazos al cielo y danzaba en el interior del rio antes de capturar un hermoso pez.