En
ocasiones, soñar es lo más complicado. Cuando la vida te ha golpeado con saña
una y otra vez, cerrar los ojos y pensar en alcanzar aquello que tanto
anhelamos es una tortura a evitar.
Nací sin padres. Bueno, una mujer
debió traerme al mundo, pero se arrepintió enseguida porque me abandonó en la
puerta de una taberna. Sólo la buena voluntad de la mesonera me salvó de una
muerte cierta en mi helada Kalandrya.
No me quería para que ocupara el espacio propio de un amado hijo, ya tenía
siete que le robaban su vitalidad, sino para que creciera fuerte y sano y me
convirtiera en sus brazos y sus piernas.
Desde que tengo uso de razón he
limpiado, servido, cocinado y cuantas actividades eran necesarias en la
taberna. De lo único que nunca me ocupé fue de las ganancias que regentarla
propiciaba, algo que quedaba reservado para los legítimos herederos, que nunca
supieron lo que era mover una escoba ni pelar unas patatas. Ellos vivían en la
casa aledaña a la posada, con chimeneas que calentaban su hogar, comida en
abundancia y finas pieles para vestirse. No los envidiaba. Yo tenía el calor
de sus padres que, a pesar de lo mucho que me hacían trabajar, me respetaban y
querían a su manera.
Entre
fogones y viajeros crecí, aprendiendo diversas lenguas, con todo tipo de
exabruptos e insultos, por supuesto. Me hice un experto en guisos y en la
eliminación de todo tipo de manchas y suciedad en suelos y paredes. Todos
alababan mi guiso de carne de oso, hasta el punto de que un día el mismísimo Bagrok, caudillo de los Nuntárak, se acercó hasta nuestro hogar
a probarla.
Lo tenía todo para ser feliz; una
casa, comida caliente y una cama donde dormir… Pero no lo era. No me estaba
permitido abandonar aquella taberna. La amenaza siempre era la misma.
— Si sales por esa puerta, no vuelvas
nunca.
El temor a la soledad me tenía atado
entre aquellas cuatro paredes. No conocía apenas la luz del sol, salvo la que
se colaba por las ventanas, y nunca había corrido por los campos nevados. A
pesar del encierro, mi cuerpo se había fortalecido a base de duro trabajo,
aunque mi piel rivalizaba con la de las blancas velas. En mil y una ocasiones
había tratado de convencer al mesonero para que me permitiera ir al mercado a
buscar los alimentos que faltaban, siempre sin éxito. Su respuesta se repetía.
— Mira, nohijo. Ahí fuera no hay nada para ti. Debes permanecer bajo
nuestro techo para que te cuidemos y protejamos.
Sí, siempre me llamaba nohijo. De hecho, con el paso del tiempo,
ese se convirtió en mi nombre.
No me acostumbraba a aquel encierro,
así que un día me armé de valor y me despedí de ellos. Abandoné su hogar entre
lágrimas y reproches, ni una palabra de ánimo o cariño me acompañó ese día.
Cuando crucé el umbral, no supe hacia dónde dirigirme. Pasé un tiempo
incalculable bajo el dintel esperando a que el destino me enviara una señal. Y
al final lo hizo en forma de lluvia insistente y torrencial. No podía quedarme
allí y corrí hacia las montañas.
Nadie me había hablado jamás de las
distancias y aquellos montes parecían alejarse con cada paso que daba. No podía
alcanzarlos y el agua ya me había empapado cuando una campesina se apiadó de mí
abriéndome las puertas de su granero. Allí permanecí hasta que los nubarrones cesaron
de escupir gotas de agua. En ese tiempo le arreglé unas cuantas vigas para
agradecerle su hospitalidad y después marché con el zurrón lleno de buenos
manjares y una hospitalaria oferta para que volviera cuando quisiera.
Me dirigí al sur, en busca del sol,
aquel astro al que nunca conocí pues las nubes se empeñaban en alejarlo de mí.
Por el camino conocí a gente de lo más diversa. A cambio de trabajo, siempre
había alguien dispuesto a ofrecerme alimento y cobijo. Aprendí
toda suerte de oficios; herré caballos, bruñí escudos, forjé espadas, sembré
campos e incluso corte el pelo a algún que otro atrevido. Jamás dije que no a
nada. Esa era la forma de alcanzar mi objetivo.
El único problema era que no tenía
muy claro qué deseaba alcanzar exactamente. Durante muchas estaciones recorrí
los senderos de Mundo Conocido. Viajé
por los seis reinos, hice buenos amigos y algún que otro enemigo, vi como mi
patrimonio aumentaba gracias a mi trabajo, conseguí una buena montura y numerosas
casas en las que siempre era bienvenido. Jamás me até a mujer alguna ni
engendré vástagos para no tener que abandonarlos después.
Me maravillé con los desiertos de Vharane, me dejé llevar por el viento
sylviliano, soñé gracias a los colores de Myrthya
y navegué por las cientos de islas de Zirwania.
El único lugar en el que nunca alcancé la calma ni mis labios sonrieron fue en
la inhóspita Utsuria, con el tiempo
aprendí a evitarla.
Y así pasó mi inesperada vida. Entre
viajes, desconocidos y paisajes increíbles, siempre añorando algo que
desconocía. Hasta que un buen día, tras muchos ciclos solares, regresé al punto
de partida, a la puerta de aquella taberna a la que no tendría por qué haber
vuelto, e hice lo que prometí que nunca haría, crucé su umbral. Frente a mí se
encontraba el mesonero, antes fuerte y decidido y ahora anciano y cansado. Le
bastó una mirada para reconocerme. Dejó las jarras que llevaba y se lanzó a mis
brazos.
— Te he añorado, nohijo.
Y en aquellas cuatro palabras hallé
lo que siempre había estado buscando.